Es necesario trabajar mucho en toda la sociedad para cambiar esa mentalidad machista responsable de tantas muertes. Y para ello hay que dar a conocer a ese gran número de mujeres que han sido olvidadas por la historia. Ese es nuestro humilde propósito y queremos seguir en ello.
Hoy traemos a Concepción Estevarena
Nació el 10 de enero de 1854 en el nº 21 de la calle Siete Revueltas. Hija de una familia modesta, queda huérfana a los diecisiete meses de edad. Concepción, de salud frágil, se ve atraída por la lectura y empieza a contactar con los círculos literarios de la ciudad, fundamentalmente la casa de José Velilla, donde se celebran tertulias literarias. Su padre, un hombre mayor y de mentalidad muy tradicional, le prohibía escribir poesía. Dicen que, en su ausencia escribía poemas en las paredes, los memorizaba y luego los borraba. La escasez económica en que vivían obligó a Concepción a pedir limosna para enterrar a su padre tras su muerte en 1875 y a perder la casa en la que vivían para saldar las deudas. Sin hermanos ni parientes fue acogida en casa de los Velilla, hasta que un canónigo, su primo Juan Nepomuceno Escacena, residente en Jaca se hizo cargo de ella, ya bastante enferma de tuberculosis. Pasó un tiempo en el balneario de Panticosa, en la provincia de Huesca, pero la enfermedad pudo más y Concepción falleció en Jaca el 10 de septiembre de 1876, con 22 años.
Su obra fue publicada un año después de su muerte por José Velilla bajo el título: Últimas flores, y no figura en ninguno de los manuales de literatura y sin embargo su poesía destaca
por la originalidad y profundidad en el tratamiento de los temas.
En derredor del sol gira la tierra,
haciéndose, al girar, sombra a sí misma,
y en redor de mis propios sentimientos,
hallando sombra y luz, mi mente gira.
Yo no sé qué pensar; me alejo mucho
y otra vez vuelvo al punto de partida;
la luz de mi esperanza nunca muere,
y a impulsos del dolor siempre vacila.
Para soñar en mundos que no veo
me basta mi incansable fantasía,
y para comprender el que habitamos
no me bastan ni el alma ni la vista.
Sombras que ante la luz se desvanecen,
pasan mis ilusiones más queridas:
rocas fijas en medio de los mares,
duran mis penas grandes e infinitas.