Entre los textos que elegimos para nuestro debate del Día de la Mujer, algunos rozaban o entraban de lleno en el tema del maltrato. Todos ellos fueron clasificados, sin duda alguna, como femeninos, y dos de ellos, ciertamente, lo eran. Así el poema de Clara Janés, Ojos:
Me has acorralado
y con odio agarrado mis solapas,
me has empujado hacia un rincón
y me has golpeado
hasta dejar tinto de sangre
el aire mismo,
y así y todo,
he aquí que todavía me levanto
y mirándote te digo:
ahora mismo,
en este momento lo decido,
haré donación de mis ojos
aunque tenga que llevarlos
mi asesino.
y un fragmento de la novela de Betty Smith, Un árbol crece en Brooklyn:
Mary Rommely, su esposa y abuela de Francie, era una santa. No tenía educación alguna; no sabía leer ni escribir siquiera su propio nombre, pero guardaba en la memoria miles de cuentos y leyendas. Algunos los había inventado para entretener a sus hijos; otros eran cuentos folklóricos que le habían trasmitido su madre y su abuela. Conocía la mayor parte de las canciones tradicionales de su tierra, y poseía una rara habilidad para interpretar proverbios. […]
Tenía los ojos castaños, límpidos e inocentes. Una raya partía en dos sus cabellos que, recogidos atrás, le cubrían las orejas. Su piel era pálida y transparente y en su boca somaba una expresión de ternura. Hablaba en tono bajo y suave, con una voz melancólica y vibrante que seducía a quien la escuchaba. Todas sus hijas y sus nietas habían heredado su timbre de voz. Estaba convencida de que le había tocado casarse con el diablo en persona por culpa de algún pecado que había cometido sin querer. Creía sinceramente que su marido era el diablo porque así se lo había asegurado.
-Soy el diablo en persona- le decía.
A menudo le observaba, y al ver la forma en que el pelo se encrespaba a ambos lados de su cabeza, la forma en que los rabillos de sus ojos fríos y acerados se inclinaban hacia arriba, se repetía:
-Sí, es el diablo.
A veces él clavaba fijamente la mirada en el rostro de la santa mujer y empezaba a acusar a Jesús de delitos innombrables. Esto la aterrorizaba hasta tal punto que ella cogía el chal, se lo echaba sobre la cabeza y comenzaba a correr calle adelante y caminaba y caminaba, hasta que el amor por sus hijas la llevaba de vuelta a su casa. Un día se presentó en la escuela del Estado donde iban sus tres hijas menores y, en su inglés vacilante, rogó a la maestra que las obligara a hablar únicamente en inglés y que no les permitiera pronunciar una sola palabra en alemán. Así las protegió de su padre. Se afligió mucho cuando sus hijas terminaron la escuela primaria y salieron del colegio para ir a trabajar. Se apenó cuando se casaron con hombres que no valían nada. Lloraba cuando daban a luz niñas, porque entendía que nacer mujer significaba una vida de sacrificios y privaciones....
Más curioso es el hecho de que, entre los textos, hay dos que pertenenecen al mismo relato, Se llega a casa y se está muy bien, de Lars Ahlin. El cuento narra un día en la vida de una pareja de clase trabajadora. Ella espera en casa a su marido, que llegará del trabajo, y este se entretiene bebiendo con sus amigos en la taberna. Cuando vuelve, ella, cansada de esperar y decepcionada, no lo recibe bien, al menos como él desearía, y él, decepcionado, porque realmente no obra de mala fe, está a punto de volver a salir y emborracharse del todo. Los dos se sienten culpables, ella por no tener el aguante y la paciencia que muchas de sus amigas tienen en estas circunstancias y aun peores; él, por no saber hacerla feliz como cree que ella merece. No hay maltrato alguno, solo desencuentro. De hecho, a pesar del tono desesperanzado de los dos fragmentos, la historia termina en apasionada reconciliación. Pero, tomados por separado los pensamientos de él y de ella, han parecido, no ya solo pertenecientes a obras distintas, sino también a autores distintos y de diferente sexo.
Ella:
Era rubia y robusta. Estaba muy bien arreglada, con su traje azul y su delantal blanco. Tenía brazos fuertes, barbilla ancha y boca terca. Sus amigas decían a menudo que debía tomar con sensatez a Sören. Ella lo entendía, pero nunca era capaz de aplicar los métodos sensatos. No podía ponerse amable con él. No podía hacer como si estuviera contenta. No podía olvidar que él estaba borracho y se había portado mal. […]
"¡Ay!-pensó-, si yo estuviera hecha de otro modo!... Debería ser como Anna. Ella se ríe y está alegre, como quiera que llegue su marido. Le sigue el humor y le quita la ropa de encima y le mete en la cama. A veces él le pega, pero ella no deja de sonreírle. Se podría creer que no siente nada, pero lo hace así. Soporta: la conozco. ¡Ay, yo debería ser como ella!"
Entró en la cocina. Él se volvió a poner el sombrero, echándoselo atrás con insolencia. El pelo rubio le cayó por la frente. Ella le quiso terriblemente. Le habría querido estrechar contra ella. Le habría querido contar que se odiaba a sí misma solo porque no era frívola y tal como él quería que fuese. […]
Él:
-Se llega a casa y se está muy bien -repitió él, pero ahora no se sintió tan alegre como antes. Miró alrededor, con la cara casi vacía. Las palabras ya no eran un trapecio sobre su cabeza. Eran un muro entre él y ella. ¡Si por lo menos ella hubiera sabido apreciar que él había vuelto a casa! Si hubiera agradecido su cartucho de frutas... Si ella hubiera entendido que no solo había estado expuesto a tentaciones, sino que había superado muchas, y las más difíciles, entonces no estaría ahí parado, con abrigo y sombrero: entonces la tendría entre sus brazos. -Se llega a casa y se está bien -dijo. Pero ahora no sacaba nada de esas palabras. Estaba desesperado.
"¡Dios mío! -pensó- qué tonto y qué fracasado es nuestro matrimonio! Yo debería ser de otro modo. Tyra debería haber tenido otro hombre. Todos dicen que es la mujer más estupenda de por aquí. ¡Qué bien sabe llevar la casa! ¡Maldita sea! ¿Por qué no soy tan estupendo como ella? ¿Por qué no puedo conseguir un poco de su firmeza?" […]
Hay un poema de Sylvia Plath, El detective, que ciertamente habla de maltrato. Creo que es un texto que describe de manera muy sutil, pero exacta y demoledora, el maltrato psicológico, la cosificación de la mujer:
¿Qué estaba haciendo ella cuando todo sucedió de golpe
sobre las siete colinas, el surco rojo, la montaña azul?
¿Estaba ordenando las copas? Es un detalle importante.
¿O estaba en la ventana, escuchando? En este valle
los chillidos del tren resuenan como almas colgadas de ganchos.
Pues este es el valle de la muerte, aunque las vacas medren en él.
En el jardín de esa mujer, las mentiras estaban desplegando sus sedas húmedas
y los ojos del asesino moviéndose como babosas, de soslayo,
incapaces de encararse con los dedos, esos malditos egotistas.
Los dedos estaban estampando una mujer en una pared,
un cuerpo en una pipa, y el humo elevándose.
Estos son los engaños, clavados como fotos familiares.
Y esto es un hombre, mira su sonrisa.
¿El arma homicida? No, nadie ha muerto.
En la casa, no hay ningún cuerpo del delito.
Hay un olor a brillo, hay alfombras de felpa.
Hay la luz del sol, empuñando sus aceros,
matón aburrido en un cuarto rojo
donde la radio habla sola como un pariente anciano.
¿Llegó como una flecha, llegó como un cuchillo?
¿Qué clase de veneno es?
¿Qué retorcedor de nervios? ¿Qué convulsionador? ¿Daba calambres?
Este es un caso sin cuerpo del delito.
El cuerpo no cuenta para nada aquí.
Este es un caso de vaporización.
Primero la boca, que sabemos que desapareció
en el segundo año. Hasta entonces, había sido insaciable, y,
en castigo por ello, la colgaron como un fruto pasado
para que se arrugase y se secase.
Luego los pechos,
que eran más duros, dos piedras blancas.
La leche se volvió amarilla, después azul y dulce como el agua.
Los labios no desaparecieron, tampoco los dos niños,
aunque estaban en los huesos, y la luna sonreía.
Luego la leña seca, las verjas,
los surcos marrones y maternales, toda la finca.
Sí, Watson, caminamos por un terreno resbaladizo,
aquí no hay más que la luna, embalsamada en fósforo.
No hay más que un cuervo en un árbol. Tome nota.
Se describe un paisaje invadido de soledad (En este valle los chillidos del tren resuenan como almas colgadas de ganchos), donde una mujer pretende vivir una apariencia de normalidad (¿Estaba ordenando las copas?).
Pues este es el valle de la muerte, aunque las vacas medren en él. Me pregunto: ¿Quiénes son las vacas? Es un detalle inquietante: ¿Mujeres que sí pueden sobrevivir, adaptadas al medio?
los ojos del asesino moviéndose como babosas, de soslayo,
incapaces de encararse con los dedos, esos malditos egotistas.
Los dedos estaban estampando una mujer en una pared,
Pensamos en un asesinato real, pero no lo es: los engaños están clavados como fotos familiares. Ella se engaña a sí misma, piensa que todo cuanto ocurre es normal. Todo es perfecto, todo limpio. Soledad: la radio sonando todo el tiempo para simular compañía.
El cuerpo no cuenta para nada aquí.
Primero desapareció la boca, ella calló, no podía expresarse con libertad ni con alegría. Después los pechos, que ya no pudieron mostrarse ni insinuarse. Ahogada femineidad. Solo permanece la utilidad, lo meramente mecánico. Quizás por eso medran las vacas en el valle.
No hay cuerpo, no hay caso.
Es un magnífico poema, pleno de símbolos. Obra de una mujer, por cierto, que pocos meses después se suicidaría. No murió por maltrato, sino de abandono. Pero su exquisita sensibilidad le hizo captar y expresar muchos matices de la experiencia femenina.
Me has acorralado
y con odio agarrado mis solapas,
me has empujado hacia un rincón
y me has golpeado
hasta dejar tinto de sangre
el aire mismo,
y así y todo,
he aquí que todavía me levanto
y mirándote te digo:
ahora mismo,
en este momento lo decido,
haré donación de mis ojos
aunque tenga que llevarlos
mi asesino.
y un fragmento de la novela de Betty Smith, Un árbol crece en Brooklyn:
Mary Rommely, su esposa y abuela de Francie, era una santa. No tenía educación alguna; no sabía leer ni escribir siquiera su propio nombre, pero guardaba en la memoria miles de cuentos y leyendas. Algunos los había inventado para entretener a sus hijos; otros eran cuentos folklóricos que le habían trasmitido su madre y su abuela. Conocía la mayor parte de las canciones tradicionales de su tierra, y poseía una rara habilidad para interpretar proverbios. […]
Tenía los ojos castaños, límpidos e inocentes. Una raya partía en dos sus cabellos que, recogidos atrás, le cubrían las orejas. Su piel era pálida y transparente y en su boca somaba una expresión de ternura. Hablaba en tono bajo y suave, con una voz melancólica y vibrante que seducía a quien la escuchaba. Todas sus hijas y sus nietas habían heredado su timbre de voz. Estaba convencida de que le había tocado casarse con el diablo en persona por culpa de algún pecado que había cometido sin querer. Creía sinceramente que su marido era el diablo porque así se lo había asegurado.
-Soy el diablo en persona- le decía.
A menudo le observaba, y al ver la forma en que el pelo se encrespaba a ambos lados de su cabeza, la forma en que los rabillos de sus ojos fríos y acerados se inclinaban hacia arriba, se repetía:
-Sí, es el diablo.
A veces él clavaba fijamente la mirada en el rostro de la santa mujer y empezaba a acusar a Jesús de delitos innombrables. Esto la aterrorizaba hasta tal punto que ella cogía el chal, se lo echaba sobre la cabeza y comenzaba a correr calle adelante y caminaba y caminaba, hasta que el amor por sus hijas la llevaba de vuelta a su casa. Un día se presentó en la escuela del Estado donde iban sus tres hijas menores y, en su inglés vacilante, rogó a la maestra que las obligara a hablar únicamente en inglés y que no les permitiera pronunciar una sola palabra en alemán. Así las protegió de su padre. Se afligió mucho cuando sus hijas terminaron la escuela primaria y salieron del colegio para ir a trabajar. Se apenó cuando se casaron con hombres que no valían nada. Lloraba cuando daban a luz niñas, porque entendía que nacer mujer significaba una vida de sacrificios y privaciones....
Más curioso es el hecho de que, entre los textos, hay dos que pertenenecen al mismo relato, Se llega a casa y se está muy bien, de Lars Ahlin. El cuento narra un día en la vida de una pareja de clase trabajadora. Ella espera en casa a su marido, que llegará del trabajo, y este se entretiene bebiendo con sus amigos en la taberna. Cuando vuelve, ella, cansada de esperar y decepcionada, no lo recibe bien, al menos como él desearía, y él, decepcionado, porque realmente no obra de mala fe, está a punto de volver a salir y emborracharse del todo. Los dos se sienten culpables, ella por no tener el aguante y la paciencia que muchas de sus amigas tienen en estas circunstancias y aun peores; él, por no saber hacerla feliz como cree que ella merece. No hay maltrato alguno, solo desencuentro. De hecho, a pesar del tono desesperanzado de los dos fragmentos, la historia termina en apasionada reconciliación. Pero, tomados por separado los pensamientos de él y de ella, han parecido, no ya solo pertenecientes a obras distintas, sino también a autores distintos y de diferente sexo.
Ella:
Era rubia y robusta. Estaba muy bien arreglada, con su traje azul y su delantal blanco. Tenía brazos fuertes, barbilla ancha y boca terca. Sus amigas decían a menudo que debía tomar con sensatez a Sören. Ella lo entendía, pero nunca era capaz de aplicar los métodos sensatos. No podía ponerse amable con él. No podía hacer como si estuviera contenta. No podía olvidar que él estaba borracho y se había portado mal. […]
"¡Ay!-pensó-, si yo estuviera hecha de otro modo!... Debería ser como Anna. Ella se ríe y está alegre, como quiera que llegue su marido. Le sigue el humor y le quita la ropa de encima y le mete en la cama. A veces él le pega, pero ella no deja de sonreírle. Se podría creer que no siente nada, pero lo hace así. Soporta: la conozco. ¡Ay, yo debería ser como ella!"
Entró en la cocina. Él se volvió a poner el sombrero, echándoselo atrás con insolencia. El pelo rubio le cayó por la frente. Ella le quiso terriblemente. Le habría querido estrechar contra ella. Le habría querido contar que se odiaba a sí misma solo porque no era frívola y tal como él quería que fuese. […]
Él:
-Se llega a casa y se está muy bien -repitió él, pero ahora no se sintió tan alegre como antes. Miró alrededor, con la cara casi vacía. Las palabras ya no eran un trapecio sobre su cabeza. Eran un muro entre él y ella. ¡Si por lo menos ella hubiera sabido apreciar que él había vuelto a casa! Si hubiera agradecido su cartucho de frutas... Si ella hubiera entendido que no solo había estado expuesto a tentaciones, sino que había superado muchas, y las más difíciles, entonces no estaría ahí parado, con abrigo y sombrero: entonces la tendría entre sus brazos. -Se llega a casa y se está bien -dijo. Pero ahora no sacaba nada de esas palabras. Estaba desesperado.
"¡Dios mío! -pensó- qué tonto y qué fracasado es nuestro matrimonio! Yo debería ser de otro modo. Tyra debería haber tenido otro hombre. Todos dicen que es la mujer más estupenda de por aquí. ¡Qué bien sabe llevar la casa! ¡Maldita sea! ¿Por qué no soy tan estupendo como ella? ¿Por qué no puedo conseguir un poco de su firmeza?" […]
Hay un poema de Sylvia Plath, El detective, que ciertamente habla de maltrato. Creo que es un texto que describe de manera muy sutil, pero exacta y demoledora, el maltrato psicológico, la cosificación de la mujer:
¿Qué estaba haciendo ella cuando todo sucedió de golpe
sobre las siete colinas, el surco rojo, la montaña azul?
¿Estaba ordenando las copas? Es un detalle importante.
¿O estaba en la ventana, escuchando? En este valle
los chillidos del tren resuenan como almas colgadas de ganchos.
Pues este es el valle de la muerte, aunque las vacas medren en él.
En el jardín de esa mujer, las mentiras estaban desplegando sus sedas húmedas
y los ojos del asesino moviéndose como babosas, de soslayo,
incapaces de encararse con los dedos, esos malditos egotistas.
Los dedos estaban estampando una mujer en una pared,
un cuerpo en una pipa, y el humo elevándose.
Estos son los engaños, clavados como fotos familiares.
Y esto es un hombre, mira su sonrisa.
¿El arma homicida? No, nadie ha muerto.
En la casa, no hay ningún cuerpo del delito.
Hay un olor a brillo, hay alfombras de felpa.
Hay la luz del sol, empuñando sus aceros,
matón aburrido en un cuarto rojo
donde la radio habla sola como un pariente anciano.
¿Llegó como una flecha, llegó como un cuchillo?
¿Qué clase de veneno es?
¿Qué retorcedor de nervios? ¿Qué convulsionador? ¿Daba calambres?
Este es un caso sin cuerpo del delito.
El cuerpo no cuenta para nada aquí.
Este es un caso de vaporización.
Primero la boca, que sabemos que desapareció
en el segundo año. Hasta entonces, había sido insaciable, y,
en castigo por ello, la colgaron como un fruto pasado
para que se arrugase y se secase.
Luego los pechos,
que eran más duros, dos piedras blancas.
La leche se volvió amarilla, después azul y dulce como el agua.
Los labios no desaparecieron, tampoco los dos niños,
aunque estaban en los huesos, y la luna sonreía.
Luego la leña seca, las verjas,
los surcos marrones y maternales, toda la finca.
Sí, Watson, caminamos por un terreno resbaladizo,
aquí no hay más que la luna, embalsamada en fósforo.
No hay más que un cuervo en un árbol. Tome nota.
Traducción de Xoán Abeleira.
Se describe un paisaje invadido de soledad (En este valle los chillidos del tren resuenan como almas colgadas de ganchos), donde una mujer pretende vivir una apariencia de normalidad (¿Estaba ordenando las copas?).
Pues este es el valle de la muerte, aunque las vacas medren en él. Me pregunto: ¿Quiénes son las vacas? Es un detalle inquietante: ¿Mujeres que sí pueden sobrevivir, adaptadas al medio?
los ojos del asesino moviéndose como babosas, de soslayo,
incapaces de encararse con los dedos, esos malditos egotistas.
Los dedos estaban estampando una mujer en una pared,
Pensamos en un asesinato real, pero no lo es: los engaños están clavados como fotos familiares. Ella se engaña a sí misma, piensa que todo cuanto ocurre es normal. Todo es perfecto, todo limpio. Soledad: la radio sonando todo el tiempo para simular compañía.
El cuerpo no cuenta para nada aquí.
Primero desapareció la boca, ella calló, no podía expresarse con libertad ni con alegría. Después los pechos, que ya no pudieron mostrarse ni insinuarse. Ahogada femineidad. Solo permanece la utilidad, lo meramente mecánico. Quizás por eso medran las vacas en el valle.
No hay cuerpo, no hay caso.
Es un magnífico poema, pleno de símbolos. Obra de una mujer, por cierto, que pocos meses después se suicidaría. No murió por maltrato, sino de abandono. Pero su exquisita sensibilidad le hizo captar y expresar muchos matices de la experiencia femenina.
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