
Al releer el contrato para maestras de 1923 que publicó Juana en esta página, y digo releer porque idéntico me pareció al que creo todavía ha de guardar mi padre, más o menos de la misma fecha, pero redactado en España, me vino a la mente una pequeña historia que mi maestra nos contaba más o menos en 1966, cuando las escuelas públicas tenían aulas diferentes para las niñas y para los niños. Una historia quizás insignificante, por supuesto absurda, pero que yo nunca he podido olvidar porque desde entonces, desde mi pequeño cerebrito de niña de siete años, que la concibió como tremendamente injusta, fue para mí el símbolo de la educación en los valores profundamente machistas en que hemos sido educadas todas las mujeres de mi generación. Antes de que se pierda esa anécdota ridícula, cruel, no quiero dejar de contarla, y además, quiero acompañarla de la fotografía de mi querida maestra, de algunas de mis compañeras y de mí misma (a ver si adivináis quien de ellas soy yo).
En esa década, en el colegio, y aun en la siguiente, en el Instituto, teníamos clases de costura y labores. En los ratos que pasábamos enhebrando las agujas, bordando mantelitos y cosiendo botones, nuestra maestra nos contaba historias para distraer el aburrimiento (la costura siempre ha sido una tarea superior a mis fuerzas, y creo que lo mismo ocurría con mis compañeras).
Viendo esa encantadora señora que procurábamos todas enhebrar nuestras agujas con hilos de la máxima longitud posible para que durara más, nos contó lo siguiente:
“Una vez un muchacho de noble y acaudalada familia decidió buscar una mujer para que fuera su esposa. Conoció a dos hermanas, las dos guapas, decentes y hacendosas, aunque de pobre cuna –en aquella época todas lo éramos, en los cuentos sobre todo, y el colmo de nuestras aspiraciones debía ser conseguir un novio rico-. Incapaz de decidir entre las dos –fijaos, qué cosa, no se enamoró de ninguna- quiso hacer una prueba, por ver cuál se acomodaba mejor a sus intereses, cuál era más dispuesta y más sensata –“dispuesta” era el adjetivo que yo más odiaba de chica, solo aplicable a las chicas y que puede traducirse por “deseosa permanente de colaborar en las faenas domésticas”- . Propuso, pues, a las dos hermanas, una prueba para decidirse: ambas debían confeccionarle una camisa, y aquella de las dos que lo hiciera a su plena satisfacción y en menos tiempo, esa sería la que se convirtiera en su esposa.
En lugar de mandarlo las dos bien lejitos, como las jóvenes de hoy en día harían, las dos muchachas se aprestaron a cumplir con el encargo (me las imagino, dos hermanas, que se habrían querido siempre, frente a frente aguja en mano, mirándose con odio mal disimulado).
Cortaron la tela, prepararon sus hilos y agujas, y una de ellas decidió cortar el hilo bien largo para no tener que enhebrar la aguja tantas veces; la otra, muy al contrario, cortaba sus hilos breves, para que no se le formaran nudos y no perder tiempo por ese motivo. Terminó la segunda la camisa poco antes, y logró su trofeo: la mano del chaval.
Lo único que nuestra maestra intentaba era, al par que entretenernos, conseguir que midiéramos bien el hilo y no lo pusiéramos demasiado largo para ahorrarnos trabajo, ya que al final más tardaríamos, pero esa anécdota ha estado bullendo en mi mente cuarenta años, y no es por mi dedicación a la costura: el mensaje de la historia era, principalmente, que la meta de todos los esfuerzos que pudiéramos realizar las mujeres era un matrimonio adecuado. Despreciaba valores tales como el romanticismo (el muchacho no estaba enamorado de ninguna); La solidaridad (las hermanas, en su rivalidad, podían incluso odiarse la una a la otra). Incentivaba la sumisión de la mujer al hombre (las dos se apresuraban a confeccionar la camisa, sin cuestionarse siquiera si el muchacho era digno de tanto esfuerzo, o simplemente si estaban enamoradas de él). Y etcétera, porque la historieta o fábula, si se analiza, es el colmo del desprecio a la condición femenina. Algo hemos avanzado, eso es un hecho.